jueves, 5 de septiembre de 2013

Como testigo de una vida (VI)

Olivetti
Una historia sólo muere cuando se olvida y hay quien se niega a olvidar. Hay vidas que conmueven y que merecen la pena compartirlas con todos. La esencia no se pierde aunque las herramientas y los formatos cambien. Sólo algunos privilegiados saben apreciar y disfrutar hoy en día del tintineo de las teclas al roce del papel


Ángeles murió pero Antonio seguía en pie. Tras el entierro de su mitad completa juró no volver al hogar donde un día ardieron dos corazones. Se hospedó en un hotel y sólo pidió que le trajesen la Olivetti y una cajita que su mujer guardaba en el último cajón de su tocador. “No la abráis”, les dijo a sus hijos, “forma parte de mi fantasmagórica intimidad”.
Esa noche el sueño se olvidó de pasar por la habitación en la que se encontraba. Entre el desasosiego, el dolor, la desesperanza, la ausencia y la pérdida se hizo a sí mismo una promesa: seguiría escribiéndole cartas a su esposa. Cada viernes iría al panteón familiar a leerle su nueva entrega. Por muy doloroso que fuera. Por muy angustioso que pudiera resultar enfrentarse al cemento que oprimía a su mujer.

Y llegó el primer viernes desde su último adiós. Y se encaminó al cementerio. Y perdió la compostura al chocar contra los muros de la muerte.
“Quería Ángeles, qué solo me has dejado! Me falta el aire y las fuerzas para seguir sin ti. Todo el bullicio que me rodea me sabe a nada. Me faltas tú. No encuentro el sentido a mi existencia. Todo me lo arrebató tu ida. Me cambié de casa, nunca volveré a nuestro hogar, estarás en cada esquina, tu perfume seguirá campando por los pasillos… No quiero. Te quiero.
Sigue en mí el deseo de volver a verte  
Antonio”
Tras esa lectura vendrían otras muchas más. Eran misivas llenas de dolor. Cada trazo conllevaba una lágrima. Nunca se repuso. No lo superó. Vagaba perdido por el mundo, obsesionado con margaritas en sombreros, con susurros en la oscuridad de su dormitorio. Así pasó el resto de sus días. 18 años más. Casi dos décadas en las que los diabetes endulzaron su sangre, perdió un ojo, se le fastidiaron los huesos hasta quedarse postrado en una silla de ruedas. Todo eso no le dolió tanto. Y un día, cansado, un viernes cualquiera del mes de junio de 1994, cerró los ojos contando pétalos de margaritas y se dejó morir. “Sigue en mí el deseo de volver a verte”, dijo antes de ocultar sus ojos grises para siempre.

Sus hijos le dieron el último adiós y Antonio fue enterrado junto a su compañera de viaje. El panteón emanaba perfume de flor. Concluidos los actos fúnebres, todos se dirigieron a la casa del padre para recoger sus cosas. Era el momento de repartir recuerdos y de llorar en compañía.
Una de sus hijas, Rosa, la nieta que recibía lecciones de sus abuelo republicano, sólo pidió la máquina de escribir y la caja que recogieran aquel triste día de 3 de abril de 1977 del tocador de su madre. Todos aceptaron. Ella trasladó esos recuerdos a su hogar y los guardó como oro en paño. Nunca tocó una tecla de la Olivetti, nunca abrió la caja de su madre, nunca leyó ni una línea de ningún documento. Así decidió respetar la intimidad de sus progenitores.
Pero para Rosa también pasaba la vida. Y sus hijos tuvieron hijos. Y los nietos llegaban y curioseaban todo. Y abrían cajones, y cerraban armarios, y saltaban en las camas, y adoraban a su abuela, y la querían a morir, y todo lo relacionado con ella les interesaba…
Y un día cualquiera de un verano sofocante se pusieron a investigar por el dormitorio de la abuela. La casa estaba en silencio. Abrieron un armario y ahí estaba. Sacaron una caja verde y amarilla muy pesada y la colocaron con sumo cuidado en el suelo. La abrieron despacio, sin hacer ruido. Era un tesoro que acababan de descubrir. Quitaron la tapa y, por primera vez en 19 años, la Olivetti recibía rayitos de luz. Asombrados y sin saber qué era ese artilugio y para qué podría servir se sintieron victoriosos con el resultado de la expedición. Pero aún tenían más hambre de hallazgos y volvieron a husmear. Encontraron otra caja, más pequeña y menos pesada que la primera. La abrieron y había papeles. Justo cuando se disponían a quitar la goma que apresaba los folios fueron sorprendidos. La madre de uno de ellos, Julia, había decidido echarles un vistazo y los encontró con las manitas en la masa. Ellos, orgullosos y ajenos del sentido de la privacidad, le mostraron ambas cajas. Julia se sentó al lado de los chicos y comenzó a leer una de las cartas.
No podía explicarse cómo su madre nunca dijo nada sobre ellas. Así que fue al comedor e hizo partícipe a Rosa del descubrimiento de los pequeños. Le pidió permiso para leerlas todas. Se lo concedió. Devoró las líneas de cada carta. Se emocionó y pensó que aquella vida era tan excepcional que merecía la pena esforzarse en que nunca cayera en el olvido.
Cogió su portátil y esa misma tarde empezó a trabajar en un libro. No tenía muy claro cómo iba a transcurrir la historia, salvo que mimaría cada detalle. Lo que era inamovible era el título: ‘Sigue en mí el deseo de volver a verte’

FIN

Como testigo de una vida (I)
Como testigo de una vida (II)
Como testigo de una vida (III)
Como testigo de una vida (IV)
Como testigo de una vida (V)


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