martes, 20 de agosto de 2013

Como testigo de una vida (IV)

Olivetti
Hay cosas que brillan más que un diamante, como una hoja firmada con tinta azul cuando un destello de sol se posa en ella. Hay palabras que traspasan el folio y cobran olor


Hacía años que ella no escuchaba un ‘te quiero’ de su voz. Ahora, las letras sonaban en su cabeza. Era tan feliz que derramó una lágrima sobre los papeles e hizo un pequeño borrón sobre las últimas frases. Miró hacia adelante. Estaba rodeada de manzanos, de naranjos, de olivos. Eran los mismos que cuando llegó pero ahora parecían diferentes. Dobló la carta y la guardó en un bolsillo de su delantal. Seguía impresionada. Las piernas le temblaban. Estaba tan contenta que parecía flotar. Una llamada la devolvió al tiempo real de su vida. La abuela la estaba esperando para preparar la merienda.
Dos minutos más necesitó para recobrar la compostura. Se adentró en la casa como si nada hubiera pasado pero su sonrisa la delataba. Algo había cambiado pero nadie comentó nada. Ahora parecía estar mucho más a gusto y todos quedaron conformes con el cambio.

El reloj volvió a sonar. Las 18:00 horas. La puerta del despacho se abrió y el marido salió para comunicarle a su mujer que debía volver al banco. Era sábado pero tenía que trabajar. Ella lo miró y le sonrió. Cuando él se disponía a marcharse lo llamó, le pidió que esperara un momento, salió al patio y regresó con una margarita que prendió en su sombrero. Con este gesto él ya estaba listo para salir de nuevo a la calle. Era su manera de agradecerle la carta. Ambos fueron ahora un poco más felices.

De nuevo la merienda, la organización del día siguiente, el repaso de los deberes de los chicos, el turno de baños… Pero todo eso ahora pesaba mucho menos y esa alegría, sin darse cuenta, la fue contagiando entre todos los miembros de su familia. Y pasó el domingo y llegó el lunes. Y tras él, todos los días de la semana. El viernes, tras comprobar que los chicos estaban durmiendo la siesta, se dispuso a acomodarse en el sillón del tocador. Pero había otra carta. Esta vez no empezó a leerla en el cuarto sino que directamente salió a su patio, atravesó de nuevo el huerto y llegó a columpio del manzano.


“Querida Ángeles, ¡qué maravillosa margarita pusiste en mi sombrero al irme! La lucí con tremendo orgullo. Varios me preguntaron a santo de qué venía llevar una flor. Sólo podía contestar con una sonrisa. Te vi tan bonita cuándo te acercabas para colocármela. Estuve a punto de no reprimirme…”

Continuará...

Como testigo de una vida (I)
Como testigo de una vida (II)
Como testigo de una vida (III)
Como testigo de una vida (V)
Como testigo de una vida (VI)


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