lunes, 19 de agosto de 2013

Como testigo de una vida (III)

Olivetti
No existe nada mejor en la vida, salvo el sonido del cristal al caer, que mancharse los dedos de tinta pasando las hojas. Sobre todo, cuando el papel late y la mirada se torna infinita


Terminó la carta, la leyó, la dobló y la guardó en un cajón bajo llave. El ejercicio de exponer sus verdaderos sentimientos sobre el papel lo había dejado exhausto. El reloj volvió a sonar. El eco del rugido del tiempo lo devolvió a la estrechez de su vida. Eran las 18:00. Salió del despacho y se abrió paso como pudo entre las personitas que conformaban su familia. Buscó a su mujer, que ya preparaba la merienda para todos, y le comunicó que se marchaba de nuevo al banco. Ella no hizo más que desearle una buena tarde en el trabajo pero fue en aquel instante, cuando lo miró para despedirse, cuando notó que su marido la observaba de manera diferente. Él le lanzó una enorme sonrisa. Ella bajó la mirada y siguió con la merienda. No había tiempo que perder, pronto tendrían que organizar los baños de todos.
La rutina les aplastó una semana más. El miércoles se parecía al martes y el jueves al lunes. Compras, limpieza, comidas, meriendas, repaso de las tareas del colegio, baños, cenas, regañinas, risas, gritos, bromas, más risas… Al fin y al cabo tenían una familia de lo más normal y, podría decirse, feliz. Tampoco se podía pedir mucho más a la vida porque, afortunadamente, no les faltaba lo imprescindible. Todo seguía igual y eso ya era motivo de agradecer.

Y llegó el viernes. Había pasado ya una semana desde que él llegara a casa con la Olivetti. Ese artilugio se había convertido en una pieza muy cuidada por su marido. Ella pensaba que, tal vez, le podría hacer el trabajo más fácil. Sólo eso. Y ya era bastante… Una vez más todos se sentaron a la mesa a comer. En esta ocasión tocaba verdura y, cómo no, quejas. Una vez terminaron, los mayores llevaron a los pequeños a sus habitaciones para dormir la siesta. La mujer y su madre recogieron la mesa y limpiaron los platos. El abuelo elegía los documentos que hoy iba a leer con su nieta. El padre entraba en su despacho. Esta vez no se sentó a escribir sino que hizo un movimiento rápido, abrió el cajón, cogió la carta, subió sigilosamente las escaleras, entró en el cuarto de matrimonio y dejó el escrito doblado sobre el tocador de su mujer. Rápidamente bajo de nuevo a la planta principal, entró en su despacho y se puso a escribir de nuevo.

Tras limpiar los platos y organizar la cocina, Ángeles tenía por costumbre subir a echarle un vistazo a los chicos. Luego, entraba en su dormitorio y se sentaba en el tocador. A veces leía. Su padre le había enseñado a hacerlo cuando se suponía que las niñas no debían aprender. Otras veces, pasaba el tiempo peinando su largo pelo cano. Pero este viernes no sería como uno cualquiera. Ese viernes cambió todo.
Al sentarse en su pequeño sillón vio unos papeles doblados sobre la mesa. Los cogió y comenzó a leerlos. Pronto se dio cuenta de que eran unas palabras escritas por su marido y que no debía tomárselo con prisa. Así que decidió bajar a la planta principal, salir a la parcela, atravesar el huerto, y sentarse en el columpio que el abuelo hizo de madera y que colgó bajo el manzano más robusto de la extensión.
Hacía buen tiempo bajo el sol. Abrió de nuevo la carta y comenzó a leer con toda la atención de la que era capaz.


Querida Ángeles, ¿te acuerdas de cómo nos conocimos?… Corría el año 35, eras sólo una niña de 15 años que no dejabas indiferente a nadie. ¡Qué bella eras!… y aún hoy sigues siendo guapa, aún más si cabe. ¡Qué bonito hogar hemos creado!, ¡qué orgulloso me siento de esta familia!... No siempre ha sido fácil. La Guerra hizo mucho daño a nuestro alrededor. Ambos perdimos a seres queridos. Pero sobrevivimos una vez más.
¿Recuerdas cuando paseábamos por el centro y nos deteníamos a comprar pipas? Ahí teníamos sueños e ilusiones, aunque todo a nuestro alrededor estuviese en blanco y negro. No podíamos acercarnos mucho porque la gente pareciera que nos observara. ¡Eras tan joven y yo estaba tan tonto por ti! Y pasaron dos años, dos largos años de pasos cruzados, de sonrisas efímeras, de saludos envueltos en indiferencia, hasta que me atreví a pedirle tu mano a tu padre. Y ahora, ¡fíjate!, tenemos todo cuanto podemos desear. Vivimos bien, amor mío, te lo prometí, ¿recuerdas?
Nos hicimos mayores de repente. Tu pelo rubio ahora es de un blanco precioso. Estamos rodeados de niños, sanos, educados, risueños. Parecen ser felices. Los cuidas con tanto mimo que estoy seguro de que serán grandes hombres y grandes mujeres.
Y tú, ¿qué podría decir de ti? Ambos hemos creado este gran hogar pero a veces tengo la sensación de que nos hemos acostumbrado a la presencia del otro, así, sin más. Llevamos 23 años casados y en contadas ocasiones te he dicho lo importante que eres para mí y para todos. Seguramente lo sepas, pero necesito que lo leas. Porque aunque no te lo digo con palabras te lo diré por escrito cada vez que tú quieras.
No nos educaron para mostrar nuestro amor en público, sobre todo a mí. Debía ser un hombre de pies a cabeza y eso no incluye decir lo que uno siente en voz alta. Aunque quiera hacerlo no puedo. Por eso compré esta máquina de escribir.
Espero que ahora no sea muy tarde para compartir contigo mis emociones y mi enorme gratitud. Por todo el apoyo y el cariño que me has demostrado durante tanto tiempo. Por hacerme tan feliz. Por marcar las luces de camino a casa.

Te quiero

Antonio


Ella respiró profundamente. De repente una voz la llamó. La abuela la esperaba para preparar la merienda.

Continuará...


Como testigo de una vida (I)
Como testigo de una vida (II)
Como testigo de una vida (IV)
Como testigo de una vida (V)
Como testigo de una vida (VI)

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