domingo, 18 de agosto de 2013

Como testigo de una vida (II)

Olivetti, tinta
Hay palabras que mueren en los corazones y que de ser dichas aliviaran otros tantos. Plasmarlas en un papel no es más que permitir que la tinta sea saliva y los ojos, oídos.


Todos se sentaron en la mesa alargada y enorme ubicada en el comedor. Eran muchos, sí. Una familia más que numerosa. 14 hijos, dos de ellos ya superaban los 20 años y habían dejado el nido quitándole el plástico protector a sus propias vidas. Los demás aún dependían de sus padres. Contaban con la inestimable ayuda de los abuelos maternos, que también habitaban en la casa y colaboraban cuanto podían en la difícil tarea de educar a los chicos.

Cocido de primero. Chuletas de segundo. Gozaban de una buena posición que les salvó de muchas penurias. Eran muy conscientes del hambre y las enfermedades que vagaban por las calles en busca de nuevas víctimas. Ellos, por decirlo así, se salvaron. En realidad los padres eran apolíticos en una época en la que, por narices, había que aceptar el régimen y simular su pasión por él. Sólo el abuelo se atrevía a hablar de este tipo de cuestiones. Era un republicano de pro y no se escondía. Varias veces estuvo a punto de ser fusilado. Los contactos de su yerno le salvaron más de una vez la vida. Pero eso no le bastaba para mantener la boca cerrada y discutía sobre cuestiones nacionales con aquel que quisiera debatir. Cuando el abuelo murió, muy poco después de la llegada de la máquina de escribir, la casa fue un remanso de paz odiado por todos los chicos. Con él se enterró la revolución en el hogar y se instauró la maldita costumbre del “no se habla ni de religión ni de política”. Digamos que el miedo había descubierto un nuevo hogar donde establecerse sin fuerza contraria que lo mirase a los ojos y lo desafiase.
Durante el almuerzo los chicos iban relatando lo que habían hecho en el cole, las lecciones aprendidas. Había rifirrafes entre algunos hermanos por cosas nimias, se soltaban bromas y todos reían. El padre, en aquella comida multitudinaria, parecía un poco ido, absorto en sus pensamientos. Estaba redactando algo en su cabeza. La madre lo miraba con curiosidad pero pronto volvía a la vida de sus hijos.
De postre, manzanas del huerto. La abuela las había recolectado esta mañana. Estaban un poco ácidas pero deliciosas.
Llegó la sobremesa. Los mayores se llevaban a los más pequeños a sus cuartos a dormir la siesta. La abuela y la madre recogían la mesa y limpiaban los platos en la cocina. El abuelo aprovechaba este tiempo para enseñar a leer a una de sus nietas, la preferida. Lo hacía a hurtadillas porque no utilizaban los libros del colegio sino otros más interesantes, a la par que prohibidos. El padre se retiró a su despacho, se sentó en su mesa y acarició el teclado de su nueva máquina de escribir.

Era viernes, hacía frío ahí fuera, llovía. Es lo que podía observar tras el ventanal. De repente, los dedos cobraron vida y comenzaron a teclear…

"Querida Ángeles, ¿te acuerdas de cómo nos conocimos?… Corría el año 35, eras sólo una niña de 15 años que no dejaba indiferente a nadie. ¡Qué bella eras!… Y aún hoy sigues siendo guapa, aún más si cabe. ¡Qué bonito hogar hemos creado!, ¡qué orgulloso me siento de esta familia!...”


Continuará…


Como testigo de una vida (III)
Como testigo de una vida (IV)
Como testigo de una vida (V)
Como testigo de una vida (VI)

1 comentario:

¡Muchas gracias por leerme!