lunes, 5 de agosto de 2013

Una bandera que no es la mía pero lo es

Hoy alguien que llegó a mi vida me regaló una bandera, que no es la mía, pero lo es. Sólo es un trozo de tela coloreada, pero qué de recuerdos estaban impresos en ella. Un viaje, una nueva experiencia, un Malecón en los ojos, una brisa habanera, un paseo paradisíaco bañado de sal… un secreto al atardecer, un cayuco a punto de partir. 90 millas. La señora que se desmaya en la cocina de un hotel porque necesita azúcar. Tan a mano, tan lejos. Un bolso, un pantalón, medicinas… una sonrisa pícara. Una mano que alarga una bolsa y va guardando esas cosas con delicadeza para repartir entre sus familiares. Un instante de agradecimiento, un momento para sentirse miserable por tenerlo todo ante tanta nada.


Hoy me vino a la memoria el señor con el que me crucé en el metro de Madrid. – Dónde vas tan cargada con esa maleta enorme?, me preguntó. – A Cuba!, respondí emocionada. – Ay mi Cuba! Dile al Malecón que mis ojos volverán a verlo antes de que muera. Dejé mi tierra lejos pero aún no me resigno. Volveré.

Eso dijo. Volveré. Con esa mirada infinita que sólo tienen los cubanos, con esa sonrisa triste que tienen los exiliados, con esas manos mustias de acariciar un regreso que parece que no llega. Lo recuerdo perfectamente con su sombrero trompetero, su cuerpo alicaído descansado en el extremo del vagón, sujetando con su brazo el peso de la isla.
Nuevos Ministerios. Trasbordo. Lo volví a mirar. Me saludó. Ambos sonreímos con desgana. Él fue engullido por el túnel y yo por el desconsuelo de cumplir un sueño que no era el mío. Cuba, qué tendrá ese lugar?

Amor y odio. Admiración.
Ese sol que absorbe la energía de las personas. Esa gente amable, abierta, enigmática. La hospitalidad. Esa cultura que mantiene en pie los cimientos de sus edificios desvencijados. Ese hambre de progreso que nunca cesa y que nunca llega. Esa ansia de libertad. Ese canto de felicidad con lo mínimo, esa cura de materialismo, ese oxígeno de pureza. Y ese Malecón.
Sentada en el muro le lancé al mar la promesa del hombre desconocido de Madrid deseando que pudiera cumplirla. Uno nunca entiende qué es y qué significa el Malecón hasta que se sienta a escucharlo. Una estampa que no podré olvidar. Una sensación de desamparo. Qué cerca la libertad, qué hondo cayeron los principios al fondo! Entendí entonces el brillo de los ojos del fantasma del metro. Hablaba de su enamorada. La Cuba de su vida. Empaticé con él y amé aquel lugar. Se lo debía. Me dejé llevar por su olor y su color. Me dejé parte de la vida allí. Sólo desperté de la ensoñación cuando un chico se sentó a mi lado y me habló. – Si no fuera por los tiburones que hay por ahí saltaría ahora mismo y nadaría hasta Miami, dijo.
Con esas palabras nadé en las lágrimas que inundaban el interior de aquella persona, del chico del metro, de las malas jugadas de la vida, del destino caprichoso, de la suerte de los pueblos, de las barreras absurdas de la tierra, de la parte de la existencia que derramaba allí.

Y es que Cuba significa eso. Un lugar donde dejas tu parte y siempre prometes volver a por ella. Una botella lanzada al mar con ese compromiso. Una isla donde los sueños surcan las olas mientras el tiempo pasa despacio. Un sitio al que volver. Una bandera que se pega a la piel, aunque no sea la tuya, pero ya está dentro.

Hoy me acordé de la isla, del muchacho que quería naufragar y del náufrago del metro.

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