miércoles, 16 de octubre de 2013

La última instantánea

Sonó el despertador y, una vez más, la fantasía se desdibujó en el horizonte. Era jueves. Las 07:30 h. Ella abrió los ojos y buscó en su mesita de noche las gafas. Las encontró. Se las puso. Aún así no consiguió ver con nitidez todos los objetos. No tenía tiempo para reparar en ello. Los niños, el desayuno, el cole, la hora de llegada a la oficina…


Se levantó de la cama como si fuese un día cualquiera. Miles de ideas surcaban por su cabeza. Había que organizarse, pensar rápido para actuar más rápido. Tenía que arrebatarle algún segundo al reloj. Más allá del edredón hacía frío. Buscó a tientas una rebeca que le permitiera entrar en calor. Se abrigó. Prepararía café mientras calentaba el baño. Necesitaba una ducha para desprenderse de los restos de sueño que aún quedaban pegados en su piel.
Iba dispuesta a encender la cafetera con esa prisa tan cotidiana cuando tropezó. Cayó. Su cara quedó pegada al suelo. Estaba helado. Intentó incorporarse pero no puedo. Las piernas no reaccionaban. Miró a su lado y la vio. La persiana filtraba algunos rayos de luz. Reparó en ella, la observó, la analizó. Captó toda su esencia. Aquella pluma era hermosa. Pensó en cómo habría llegado hasta ahí. Al siguiente parpadeo todo se volvió negro.
Habían pasado apenas cinco segundos desde que perdiera el equilibrio y la visión. Cinco segundos eternos para ella, una carrera frenética para él. Su marido se despertó con el ruido del golpe y acudió presto a ayudarla. Cuando consiguió levantarla del suelo y sentarla en la cama ella ya había perdido el color. Sólo hicieron falta un par de llamadas para llegar a urgencias.
Ahora tocaba lo peor. Pruebas y más pruebas, incertidumbre, la espera de un diagnóstico, los nervios que se escurren entre paseo y paseo por una sala donde apenas hay esperanza, un café, el paso del tiempo… Él todavía pensaba que sería algo pasajero. Ella sabía a ciencia cierta que ya lo había visto todo.

“Un glaucoma. Ceguera irreversible”, dijo el doctor en su consulta. Él se derrumbó. Ella permaneció inmóvil, parecía ajena a la realidad, como si fuese algo predestinado en su vida, una certeza, una sombra que debía de surgir. Se lo tomó bien. Sólo pronunció una frase: “Tendré que aprender a vivir de otra manera”.

Volvieron a casa. El viaje de vuelta fue duro. No hubo ninguna palabra que rompiese el silencio. Ella preparaba mentalmente su discurso, el que compartiría con sus hijos. Buscaba la forma perfecta para explicar su nuevo estado de una manera comprensible. Le preocupaba Carlos, su hijo de 6 años, el pequeño. Tenía que conseguir hacerle entender que ahora todo había cambiado, pero que ella descubriría la manera de poder verlo sin vista. Tal vez sus manos pudieran ayudarla a dibujar los rostros de sus seres queridos.
El coche frenó. Él la ayudó a bajar y entonces le dijo: “Sabía que esto podía pasar. En parte fue una herencia de mi padre. Él también se quedó ciego de la misma manera. Ha sido un cóctel que ha explotado. Hacía tiempo que empecé a dejar de ver con nitidez pero nunca encontré un momento para ir al médico. Mis prioridades eran otras. Pero no me encuentro mal, de verdad. A mis 42 años puedo decir que he visto mucho más de lo que podría imaginar. He visto paisajes de ensueño que siempre guardaré en mi retina, por muy ciega que esté. He visto la solidaridad, el compañerismo, el honor, el valor… He visto el amor en la cara de nuestros hijos y en la tuya, algo que no olvidaré en esta oscuridad. También he visto el miedo, y ahora aún lo siento tras este velo negro. No me mires así. Tú traspasas los sentidos. No te preocupes, todo irá bien. Sólo tengo que aprender una nueva forma de vivir. Sólo eso”.
Él lloraba en silencio. Ella le tocó la cara. “Sólo es una nueva forma de vivir”, repitió. Se cogieron de la mano. Subieron el escalón de su casa. Reunieron a sus tres hijos, se sentaron en el sofá y hablaron durante horas.
Ahora él podía ver la fortaleza y la entereza en su mujer. Ella podía sentir la mirada de su marido llena de admiración.
Al día siguiente todo era diferente. Había que empezar a tejer esa ‘nueva vida’. Una nueva forma de hacer las cosas marcada por una pluma que un día fue testigo del fin de una era.

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