martes, 2 de julio de 2013

Una maleta vacía de ilusión

Mamá, ¿por qué lloras?, ¿por qué está triste papá?, preguntó el pequeño sin entender muy bien los cambios que observa a su alrededor. Pero su casa ya no era su hogar. Por el quicio de la ventana se suicidaba la dignidad que le quedaba al futuro. Por la rendija del ventanal se filtraba la fuerza de los mayores. Por aquel hueco de la pared se fugaba su infancia.


Una vida repartida en varias cajas esparcidas por una habitación. Donde antes estaba el comedor ahora sólo quedaba un mueble desnudo y un cuadro de la familia que adornaba la más absoluta nada. El extraño silencio inundaba la casa en la que antes la familia hacía planes. Proyectos tan ambiciosos como poder ir al cine los sábados, cenar fuera o pensar en un maravilloso y relajante destino para irse de vacaciones todos juntos, para pasarlo bien, desconectar del bullicio y la rutina y poder disfrutar de este ratito que es nuestra existencia. Ahora todo eso pasó y las preocupaciones eran bien distintas.
Carlos, el hijo de la pareja de tan sólo 8 años, no entendía aún muy bien que su madre fuese recogiendo y embalando día a día más cosas de su habitación. El primero en caer fue uno de los muñecos de Toy Story, detrás irían todos los demás. Se salvaron de la criba únicamente el peluche de Mickey Mouse que le regaló su tío, unos lápices de colores y unos folios en blanco. De mobiliario… lo único que quedaba sin tocar es la cama. El armario se desmontó hace ya una semana y su ropa estaba doblada sobre una mesita que había en el insuficiente cuarto de sus padres. No sabía qué pasa, pero tampoco quería preguntar. Sería algo malo. Mamá llevaba dos años y medio sin trabajar, seis meses sin sonreír y dos semanas desmontando su casa por completo. Papá ayudaba. Él tampoco trabaja y llevaba nueve meses pegado al ordenador buscando ofertas de empleo. Nada.
Desilusión y desesperación. Esos son los únicos habitantes que aún iban dejando huella en ese lugar, los que provocaron la huida de la alegría que reinaba entre esas paredes hacía ya 9 años, justo cuando María y Pablo compraron la vivienda y la amueblaron de futuro. Se embarcaron en una aventura totalmente justificada, dentro de sus posibilidades. Dos empleos, dos sueldos, una casa en propiedad. Cómo pensar que un día eso fallaría. Que la gente dejaría de comprar coches y la fábrica prescindiría de más de 1.000 empleados, o que una multinacional dejaría de necesitar a un administrativo. Cómo predecir una crisis que azota al más débil, que destruye a la clase trabajadora, que hunde en la miseria a nuestros vecinos y a nosotros mismos. Cómo adivinar que los que, se supone, luchan por nuestros derechos se unen a la fiesta y hacen trizas una constitución. Papel mojado.
Poco a poco lo han ido perdiendo todo, incluso las ganas de vivir. Sin más ayuda que la poca que le podían prestar sus familiares y amigos, además de las ONG’s, el mundo se convirtió en una enorme cuesta imposible de sortear. El ahorro empezó por los gastos más innecesarios pero llegó un momento en el que tuvieron que renunciar al lujo de comprarse unos zapatos para sustituir los ya raídos, a las actividades extraescolares de Carlitos, al agua caliente y la luz. El recorte en la comida fue el punto más duro para todos, y también llegó. Nada de remilgos ante un plato caliente, la opción del ‘no me gusta’ se disipó. Una comida al día era una bendición y uno de los momentos más esperados. Pronto, temían, ellos también tendrían que dejar de alimentarse para cederle su ración al pequeño.
El chico veía, oía y callaba. Algo no iba bien y no podía protestar. Pese al hambre, al rugido del estómago, a las excursiones que se perdía junto a sus compañeros… No podía quejarse porque veía lo delgada que se había quedado su madre, el deterioro del padre, las cajas que bordeaban su vida. Se percató de ello cuando vio a su madre contar las comidas que se podrían hacer con sólo un muslo de pollo, tres patatas y un paquete de arroz.
Y la vio llorar. Una carta la hizo derrumbarse y él la vio. Escuchó a los mayores hablar sobre el contenido de esta maldita misiva. Ella estaba de espalda, el padre se convirtió en un ser transparente. Ambos se abrazaron y cayeron al suelo. Eran sólo trizas de piel sobre el parqué. Un recuerdo dantesco que Carlos nunca podrá olvidar. Ahí se dio cuenta de que la seguridad no existe, de que todo puede cambiar en cualquier instante, en cualquier mensaje, en cualquier papel. Hacía ya dos semanas desde que recibieran la carta, desde que las pertenencias de la familia fuesen desapareciendo, desde que se instauró en esas cuatro paredes el ruido del silencio abatido.
- Mamá, ¿por qué lloras?, ¿por qué está triste papá?, preguntó cuando el miedo le había devorado el alma.
- Cierra la ventana, hijo- contestó la madre ahogando el llanto- ciérrala bien, que por lo menos la casa respire el aroma de lo que fue una familia feliz.
- Vamos- añadió el padre- este ya no es nuestro hogar.
Los tres salieron de casa sin un destino. Todo quedaba en el aire, incluso el último suspiro. Sólo el pequeño miró hacia atrás. Su calle quedaba ya lejos, a un segundo imposible en las manecillas de su infantil reloj.

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