lunes, 15 de julio de 2013

Anclado en casa

La Caleta, Cádiz
Él, que durante años fue pescador, sabía sortear con entereza las sacudidas de las olas. Conocía al milímetro los mensajes que le mandaba el mar y se anticipaba a vientos y tempestades. Sus manos curtidas en sal y en remiendos de red habían hecho de él un viejo lobo que sabía de todo y, aún así, no se fiaba de nada.

Ya se había jugado la vida en varias embestidas de gotas amargas mientras la luna se empeñaba en jugar con delfines. Una hermosa herencia que le dejó su padre, que se saltó una generación y una corriente sanguínea, y que ahora echaba tanto de menos.
El rumor de las sirenas ahora le quedaba lejos, el polvo de estrellas ya no empapaba su piel, su cuerpo había dejado de emanar salitre y debería, según sus conocidos, conformarse con ver la inmensidad desde un mirador en tierra firme. Pero las migajas no estaban hechas para él, que siempre rechazó postales. Las vistas estaban para palparlas y ahora, pese a que las arrugas le hacían mella en la piel y las manos se le acartonaron, no estaba dispuesto a renunciar a su ser.
La jubilación sólo sería un nuevo estado pero no el fin de nada. Prometió volver para sentirse vivo, darle cuerda a sus latidos y no traicionar por descuido al amor de su vida.
Y lo hizo. Una barquita un par de horas al día fue su pacto rubricado con tinta cristalina. Sólo en el mar se sentía vacío de añadidos y lleno de esencia. Y un día, lo compartió con su nieto. Ése que llegaba a casa y se sentaba en la puerta buscando el equilibrio en el empedrado de la calle con una sillita y escuchaba sus historias con atención. El mismo que se asombraba de la valentía de su abuelo y que se emboba con su cuerpo fornido, la profundidad de sus ojos azules, su sonrisa con dientes de coral y su pelo cano reflejo de la guía estelar. El que se quedaba observando durante horas las durezas de sus manos y las recorría con sus deditos infantiles, como si una caricia le pudiera devolver la sensibilidad. El chico que quiso coser una red antes de aprender a sumar y su mundo giraba entre vientos de levante y el sosiego de poniente.
Ambos, se echaron a la mar. Subieron a la barquita con una pequeña nevera llena de agua y unas cañas con cebo de ilusión, sobre todo ilusión. Una alegría que se mostraba en el nerviosismo del pequeño y una gran satisfacción que se filtraba en la voz del abuelo. Entre historias, luz y humedad pasaron la tarde fabricando momentos mágicos para el recuerdo. Al volver, dejaron la barca exactamente en el mismo punto desde el que habían partido.
- ¿Cómo sabes volver a casa, abuelo?
- Me oriento al ver la estrella polar, dijo el marinero. Ella me trae hasta aquí
- ¿Y siempre anclas la barca en este lugar?, preguntó el pequeño
- Sí, siempre. Es mi manera de recordar que aún sigo siendo humano en vez de pez como a mí me gustaría. Así sé que no puedo dejarme engullir por las olas.
Un jueves cualquier muchos meses después él volvió a navegar con su barca sin más compañía que su caña y su botella de agua. Todos lo esperaban para cenar pero se retrasaba. Las agujas del reloj hacían un barrido de arena y sal dentro de su esfera y nadie abría la puerta. El chico anduvo hasta el lugar donde debería estar anclado el único transporte que su abuelo era capaz de dirigir. No había nada. Sólo quedaba la cuerda cortada bailando al son de las ondas del agua. Respiró profundamente y lloró sumando gotas al mar. Sabía a ciencia cierta que su abuelo había realizado su viaje de no retorno. Ya se había convertido en pez.

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