Llevo meses enfrentándome al folio en blanco, desafiando la
sequía de la tinta con la que se vengó de mí la pluma que me regalaron al
nacer. Algún tiempo hace ya que lucho contra la figura pixelada que enturbia el
cristal del espejo cuando me da por mirar… Pero ganaré la batalla. Ambas lo
sabemos. Terminaré pegando los trozos de mi mundo que se separaron tras el
terremoto que sacudió todo.
Y es que me dijeron que no podría hacerlo, que sería algo
imposible, que una vez roto ya no hay nada que hacer. Me contaron que la
palabra ‘imposible’ era un concepto real, me hablaron de la rendición en
términos que hacen sangrar a la esperanza. Me aconsejaron que recogiera mis
pocas pertenencias, todas cabrían en una caja, y que me fuera sin mirar atrás,
de puntillas, sin despedidas ni ruido.
¿A dónde debía irme?, ¿cuál era el error imperdonable que
había cometido? Fui testigo de la ruina, del derrumbe del castillo de naipes.
Mi error fue querer ser periodista.
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Me recompondré, dije. Lo conseguiré.
Puede que no sea fácil. De hecho considero que nada en la
vida lo es. Esto del mundo laboral es complicado. No deja de ser un laberinto en el que uno se
choca contra el marco de una puerta cerrada. Pero hay que buscar otras vías. Siempre hay
ventanas…
A veces es desesperante, a veces es devastador, a veces todo
gira y se vuelve interesante. Paciencia.
El reloj nunca deja de marcar el tiempo. No se le olvida
recorrer ningún segundo. Malditas agujas.
Hay que estar en el momento y en el lugar oportuno. Los
milagros aún existen. Hay que seguir esforzándose por encontrar nuestro lugar. Sólo es eso.
Mientras, respiro. Mientras tanto vomito este caldo de
indignación contra el folio al que odié durante meses por mostrarme su
virginidad intacta.
¿Oportunidades?
Yo sigo el camino en dirección contraria a la rendición de la
que me hablaron. Cambié de compañías que me aportaban derrotismo. Ahora intento
hacer ruido para que alguien me escuche.
-
Si eso no lo sé, lo aprendo, chillo.
Hay una cosa que tengo clara: Mi mamá me enseñó a luchar.
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