jueves, 11 de febrero de 2016

Música contra olvido

Suenan las notas de un teclado a lo lejos y, de repente, le brillan los ojos y una mueca se instala en la comisura de sus labios. El vello erizado. Un escalofrío que recorre la espalda saltando de vértebra en vértebra. Latigazos de una pasión verdadera que se esfumó entre claves. Se lanza al corazón.

No consigue hablar, ya no necesita hacerse entender. No le importa.
El pasado dejó de ayudarle. El presente sólo es un borrón que se volverá a limpiar con la humedad de las gotas que habrán de caer. El futuro es una utopía.
Está sola, siempre igual, aunque se rodee de personas.
La música era su vida hasta que se le olvidó.

Tras sus párpados… el vacío. Un lugar inhóspito e incoherente lleno de agujas afiladas que le dañan su esencia. La persona que fue se disolvió. No hay nadie tras ese cascarón de piel arrugada y huesos menudos. Encorvada. El paso de los días ha quebrado la línea recta que fue. El peso del alma lo curva todo.

No reaccionaba. Pasaban las horas con su baile mortal y sin juicio delante de ella. Mudaban los días. Mudaban los meses. El calendario tiraba los años tal y como lo hacen los árboles con sus hojas en otoño. Recostada en su sillón miraba al infinito sin llegar a entender… 
Su ritual: golpear el bastón contra el suelo hasta quedarse dormida. Así se mecía. De esta manera conseguía llamar la atención de Morfeo.

Pero ese día sonó aquella canción a lo lejos. La costumbre se hizo añicos contra el olvido. Unas pequeñas manos marcaban con sus deditos el ritmo en el teclado del imponente piano instalado al final del salón. Ella, por un instante, se reconoció a sí misma y todo cuanto había alrededor.
Con no poca facilidad renegó de su sillón, desafió los engranajes de sus articulaciones y, dignamente, se puso en pie y caminó hasta allí. 

- No pares, por favor. Era mi canción. La aprendí a tocar con tu misma edad y fue la banda sonora de mis días tristes.
Tras las pequeñas manos una mirada azul que encogía el alma.
- Tócala de nuevo. Un poco más despacio. Es una pieza corta pero su belleza la hace eterna, Eugenio.

Sentados juntos sobre el sillón de este imponente instrumento se reencontraron los dos tras tres años viéndose sin reconocerse. El pequeño, por miedo a volver a perderla, por pánico a dejar de oír su nombre con esa voz, tocó durante horas sabiendo que una nota mal dada podría hacerla desaparecer de nuevo.
A veces… sólo a veces… los milagros ocurren.





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