jueves, 23 de enero de 2014

He matado al tiempo!

Lo siento, no pregunté. Simplemente me cansé de esperar mientras el silencio inundaba mi cabeza. Veía las agujas del reloj moverse, ya ni podía escuchar. Me habían roto el tímpano, habían arrastrado y girado una y otra vez todos mis pensamientos con sus manos delgadas y frías. Mis ideas andaban mareadas y me quedé ciega de tanto mirar. Me bloqueé. Me llamaron asesina y cobarde. Mi abogada alegó ‘locura transitoria’ pero lo hice con la intención de matarlo. Lo maté. Acabé con él y con su ansioso ritmo. No me arrepiento. Confieso que disfruté. Lo volvería a hacer.


Quedo a la espera de que se dé a conocer mi sentencia. La condena ya la tengo en cada célula de mi cuerpo. No sé en qué momento te paré a ti. No sé si disfrutabas de un momento de paz, de una sonrisa, de una mirada. Tal vez estabas en mitad de una discusión, o herido, o llorando, o jugando a pensar en desafiar la fuerza de la gravedad. Puede que durmieras o que estuvieses saltando en tándem. También puede ser que simplemente estuvieras viendo la tele o pegado a tu móvil. Tal vez corrías, o estabas tropezando, o ibas en el coche y estabas parado en un semáforo. Quizás estabas en el médico, o en una discoteca, o en el colegio o jugando a ser mayor. Lo siento, de verdad, pero lo maté y no me arrepiento.

Lo ataqué de frente. No se apartó. Se dejó morir sin defenderse porque es un cobarde, incluso puede que más que yo. Ambos pasamos años evitándolos pero siempre nos veíamos. En algún momento tenía que pasar y todos lo sabían. Nunca lo soporté. No aguantaba más su soberbia, su monotonía, su baile, su prepotencia, su dictado de vida y su dictado de muerte. Era Suiza en una guerra, era mudo en una charla, era cojo en una pasarela. Su neutralidad, su indiferencia… ajeno a lo bueno y a lo malo, sin grasa que le palpitase por dentro, sin cuerda que lo asfixiase, una cucaracha que resiste siempre.
Pero, esta vez, se dio de bruces contra mi afilada hoja y se quedó congelado. Proyecté toda mi rabia contra su cuerpo ejercitado y sus nervios duros mientras le asesté una puñalada que me supo a gloria pero que me dejó hambrienta. Lo vi caer y arrastrarse sobre la pared llenándolo todo de sangre. Sentí las vibraciones en mis pies tras el golpe en el suelo. Me senté sobre él y seguí atormentándolo. Nunca dijo nada, no protestó, no gimió, no lloró. La ausencia de todo me hizo sentir aún más frustrada. Tiré el cuchillo y empleé mis puños para hacerlo añicos. Me di cuenta de que no se movía. Era mi victoria. Quise paladearla. Había ganado la batalla final. Pensé en qué momento te habrías quedado tú pero ya ni me importaba. Había matado lo que más detesto en el mundo. No sonaba el tic tac que me atormentaba desde que vi por primera vez la luz. Me quité los guantes. Me puse de pie sobre mi muerto. Paz…

Alcé la vista, miré a mi madre y le dije: Ahora eres inmortal

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