Me senté
y puse los brazos sobre la mesa. La miré fijamente y ella me dio a elegir entre
dos de los brebajes que había preparado. Me decanté por la jarra de la verdad.
Me sirvió un vaso. Sorbito a sorbito fui agotando el líquido y me sentí con
ganas y fuerza para empezar a hablar. La miré a los ojos. Era mi brujita. Estaba
en buena compañía.
Comencé
a explicarle cómo me sentía y lo que quería. Un remolino de deseos que dejó su
impronta en un papel que sacó de su bolsillo. La tinta era negra, su caligrafía
perfecta, mis pensamientos no eran nítidos, sólo borrones.
Enumeraba
mis preguntas y las adornaba con un interrogante enorme. Ella no tenía las
respuestas pero encontró el mensaje entre mis divagaciones. Entendía incluso lo
que yo no llegaba a entender. Se levantó, guardó la carta en su capa, cogió su
sombrero y se acercó a la ventana. Cruzaré la calle, me dijo, entregaré la nota.
Voló.
Empezó
a llover, la vi esquivar las gotas y posarse en el suelo. Iba dando pequeños
saltitos. No volvió la mirada hacia atrás. Nunca más supe de ella. Me contaron
que la vieron intentar superar un charco pero cayó dentro, la tinta desafió el
agua y la tiñó de negro. Se ahogó, y con ella mi mensaje. Sabrás que existió si
paseas por la avenida y miras al suelo.
En las
noches de brujas todo puede pasar, incluso lo imposible. Puede que el mundo te
dé una nueva oportunidad o que todo se ponga del revés. Yo perdí a mi bruja y
tú nunca recibiste mi mensaje. Tal vez era lo que tenía que pasar. Tal vez
nunca debió pasar. Tal vez pasará.
Aún me
queda el otro brebaje y una larga noche para pensar. Mientras, mi gata maúlla a
la luna desde el otro lado de la ventana.
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