lunes, 28 de abril de 2014

Muera la muerte!

Y la muerte se arrepintió. No como lo había hecho otras veces, sino como nunca se había arrepentido. Se retorcía de dolor mientras las gotas de sudor resbalaban por su cuerpo y mojaban la sábana negra y áspera donde estaba tendida. Sólo temblaba, era cuanto podía moverse.

Sus ojos cebados de alucinaciones no podían más que centrarse en el techo rojo que parecía resquebrajarse a cada bocanada de aire contaminado. La habitación estaba impregnada de un fuerte hedor de almas cansadas de vagar durante cien años por las ciénagas de Macondo. El bullicio de las pisadas ensordeció a la víctima, anestesiada por el veneno de su propio aguijón. Soledad.

Se arrepintió. Éste era el castigo que le esperaba por su elección. Erró tanto que sus negros cabellos se volvieron color ceniza por los remordimientos de la sinrazón que, como fieras, le reptaban por sus piernas provocándole quemaduras en la piel. Devoraban su omnipresente ‘yo’.

Se consumía… como lo hacen las agujas del reloj con el tiempo, como lo hace el tiempo con los recuerdos, de igual manera que se pierden los recuerdos en las cabezas codiciosas de olvido, como el desmayo de una rosa amarilla prendida en la solapa de una chaqueta vieja escondida en el fondo de un cajón. Arrugada. Descascarillada. Inútil. Vencida.

Dejó de comer y se instaló en el borde del precipicio de la inanición. Se volvió aún más pálida. Su cara alargada se convirtió en un hueso roído de carne putrefacta y se fue haciendo transparente. Se le derramaron las alas, que fueron engullidas por buitres sin memoria.
Ya no se encontraba a sí misma, ni sonreía ante las desgracias, ni esperaba agazapada en el último banco de la iglesia la llegada del silencio sepulcral ahogado en lágrimas amigas. Se había olvidado de todo como vendetta por haber tapizado con olvido los recuerdos del dios de la alegría, el que alimentaba con letras a una manada de monos. Animales que aspiraban a convertirse en personas.

Se arrepintió y, ahora, no puede más que observar en primera fila su propio velatorio. Para ella no habrá un #Buendía porque nunca volverá a ver la luz del sol. Úrsula anda tejiendo la capa que le cubrirá la cara mientras Aurelianos y Arcadios vuelven a buscar entre los fantasmas al tiroteado coronel. Son los funerales de la mamá grande, todos están presentes. En cada mejilla, besos de judas de los amantes de Gabriel García Márquez.
Fuera, detrás del cristal inundado de vaho, las horas se derriten entre los troncos de árboles talados y el hielo convierte el camino de tierra en un sendero imposible para la sangre caliente. Es el desvío al infierno. Su único camino.
Muera la muerte!

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