domingo, 6 de abril de 2014

La densidad de un sueño

Y perdió la noción del tiempo y del espacio. Cuando se quiso dar cuenta ya estaba muy dentro de su otro mundo, en el centro de la fantasía, perdida en el otro ‘yo’. Miró hacia atrás y vio el camino, pero no quería recorrerlo a la inversa así que lo borró. Ahora ya no había marcha atrás y la nula posibilidad la llenó de paz. “Si no hay opción de volver tampoco la habrá de arrepentirse”, pensó. Y siguió avanzando.


A lo lejos pudo ver el mar. Estaba en calma. Al borde del precipicio encontró una silla de mimbre. Junto a ella, una mesita que sujetaba un libro de poesía de Benedetti, una libreta desierta de sílabas, una pluma con sangre azul y un vaso lleno de ron. Se sentó decidida a ver el desfile de las horas, sin prisa, sin preocupaciones. Concentrándose en respirar la sal que salpicaban las olas allí abajo, cuando embestían contra la rocas y luchaban con ellas para ganar terreno. “La brutalidad de lo bello”, murmuró.
Se dejó llevar por su mente conducida únicamente por la brisa que la hacía ascender y descender. Voló tan rápido como pudo y rozó el agua con los dedos adentrándose en el infinito del mar abierto. Buceó a ras del suelo inundado y esquivó barcos hundidos llenos de historias que fueron olvidadas. Contempló peces de colores indescriptibles entre arrecifes de ilusiones muertas y de medias mentiras que consumieron la verdad. A lo lejos se dibujaba un muro de algas que cerraba el paso. Entonces sintió miedo y miró hacia arriba. Pudo ver el sol entre las gotas de agua y notó su calor a kilómetros de la superficie. Tomó impulsó y salió de nuevo. Había cambiado las escamas de su piel por alas. Podría alcanzar las nubes. “Al llegar allí seré libre”, se dijo a sí misma.

Y llegó. Se tumbó sobre el algodón blanco y repasó su vida como cuando se mira un álbum de fotos llenos de caras sonrientes, de miradas cómplices y de felicidad incontenida. El pasado más tierno en el presente ideal. Entonces se dio cuenta de que un hilo húmedo y frío recorría su cara, le bordeaba el cuello y se colaba por entre los huecos del manto de sus recuerdos. Empezó a llover y el colchón fue perdiendo poco a poco su densidad. Empezó a tronar pero el sonido no venía de fuera. Eran los latidos de su corazón angustiado lo que escuchaba. Desorientada, decidió regresar a su ‘yo’ prestado del que había huido, del que se sentía presa. Y escuchó, por encima del ruido de sus alas batiéndose contra el viento, la voz que antaño, en su niñez, le hacía sonreír y soñar: “Vuela tan alto como quieras porque la suerte es la estela que deja la meta conquistada y sólo se puede ver por el cristal del retrovisor de la vida”.

Un golpe de viento le hizo abrir los ojos. Se había quedado dormida en esa silla de mimbre cercana al precipicio. Tenía el libro de poesía de Benedetti entre sus brazos. Lo volvió a colocar en la mesa y con sumo cuidado destapó la pluma, abrió la libreta vacía de sílabas, aspiró la sal que las olas traían desde muy lejos y escribió: “Nunca olvidé tu aroma, ni tu rostro, ni tus abrazos, ni tus besos... Nunca olvidé tu voz porque la busco a cada instante dentro de mí. Gracias por regalarme esta nueva caricia llena de luz entre mis nubes negras. Te busco. Te encuentro”.

Arrancó la hoja, la dobló y la tiró al mar. Quién sabe si el próximo soñador la llegará a encontrar en un barco hundido lleno de historias al borde del olvido…

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