viernes, 7 de junio de 2013

El último vagón de tren

Ella decidió que era el momento de viajar. En su equipaje de mano sólo llevaba lo imprescindible. Un par de fotos de familia, una libreta en blanco, una pluma, algunos libros, una rebeca y un pañuelo para el cuello por si el frío decidía hacer acto de presencia. Cerró la puerta tras de sí y se dirigió a la estación. Siempre le habían gustado los trenes y las historias que empiezan o acaban en la orilla de las vías.
Compró el billete al destino más lejano desde el punto en el que se encontraba. En realidad eso era lo menos importante, viajaba por viajar. El trayecto era lo que le resultaba atractivo. Una huída del presente, del pasado e incluso del futuro más cercano. Un impasse para perderse y para encontrarse. Se sentó en el banco del andén esperando a que el tren hiciera su aparición. Abrió el bolso y sacó el libro de Virgina Woolf, Flush, que casi le había saltado a las manos en una librería dos días atrás. Se enfrascó en la lectura.
- Me leí ese libro hace unos años. Está bien, entretenido. Luego busqué más obras de Woolf y ha escrito otras cosas interesantes… - Dijo el chico mientras se sentaba a su lado.
- Es lo primero que leo de esta escritora – contestó sin prestar más atención. Alzó un poco la mirada y el joven le pareció algo misterioso. Sería un estudiante que iría a casa para pasar un fin de semana de reencuentros. No le incomodaba en exceso su presencia pero tampoco quería entablar una conversación con nadie. Era su momento de silencio y soledad. Volvió de nuevo a la lectura.
- ¿Te vas o esperas a alguien? – preguntó el chico mirando el ligero equipaje con el que había salido de casa. – Me voy de viaje – respondió. -¿A dónde? –  Él se acababa de dar cuenta de que ella no quería conversar. – Aún no sé dónde pararé. Supongo que sabré bajarme cuando llegue el momento. Quiero llegar a un sitio donde nadie pueda dañarme – añadió queriendo poner punto y final a la conversación. – Ese sitio no existe. Sólo tú decides quién puede hacerte daño -  concluyó él mientras se levantaba del asiento. Comenzó a alejarse. Ella lo volvió a mirar ahora con más interés, mientras se hacía pequeño en la distancia.
Llegó el tren. Subió y se sentó en un asiento con ventanilla ubicado en el primer vagón. Tan pronto sacó las gafas de sol de su funda notó que el convoy se ponía en movimiento y decidió recostarse sin dejar de mirar tras el cristal lo que se quedaba en tierra. Al salir de la estación, en la última columna, vio dibujada una S enorme de color negro. Le llamó la atención pero no reparó en ella mucho más allá de los 3 segundos en los que se le había presentado ante sus ojos. Aún digería las últimas palabras pronunciadas por el chico de la vía a modo de despedida. Había transcurrido apenas media hora de viaje y ella seguía absorta en la idea lanzada por el joven. Miraba por la ventanilla y se percató de que ya no había resto alguno del esqueleto de la ciudad. Ahora atravesaban una zona de campo llena de árboles. En uno de ellos había otra letra dibujada muy parecida a la que viera minutos antes. De color azul reptaba una I sobre aquel tronco centenario. Podría ser sólo una casualidad pero, ya que el viaje se preveía largo, decidió jugar con el destino. Sacó su libreta impoluta y escribió ambas palabras en la primera hoja. Tal vez fuese un mensaje por descifrar…
Se dispuso a jugar con las señales, si acaso lo eran. Permaneció atenta a todos los detalles para despejar la ecuación. Entraban en un túnel y en una de las paredes, alumbrada por la inestable luz que vomitaba una farola, encontró otra letra. Una M pintada de amarillo sobre el negruzco de la pared. Su pluma la estampó en la página.
Cada vez más intrigada buscaba otro fragmento de secreto. Miró a su alrededor y observó a los pasajeros. Cada uno intentaba distraerse con lo que podía pero todos, absolutamente todos, permanecían ajenos a su ‘descubrimiento’. Tras estar engullidos por la montaña al menos 15 minutos al son del traqueteo salían al aire libre. A la par que veía de nuevo la luz observó un cartel en el que se anunciaba una colonia. Ahí, justo ahí, y rodeada de letras, se exhibía una P de grandes proporciones tintada de verde. Automáticamente pasó del cartel al papel.
El tren seguía su camino y anunciaba la primera parada. El reloj confirmaba que llevaban una hora de viaje, lo que a ella le resultaron minutos. La marcha se hacía cada vez más lenta. El conductor iba reduciendo la velocidad hasta quedarse parado. Las puertas se abrieron y hubo gente que abandonó el juego y otros que se sumaban a él cargados de equipaje. Una mujer que debía viajar en el coche contiguo había llegado a casa. Una chica corrió hacia ella, la alcanzó y la abrazó tan fuerte que hizo girar su cuerpo. En este momento ella la veía de espalda y en su camiseta, y de color gris, aparecía la L. De la camiseta pasó a su retina y de la retina al cuaderno. Tenía 5 letras, había que seguir sumando.
Sonó el pitido de alarma. Se cerraron las puertas. De nuevo estaban en marcha.
Pasaron segundos, minutos, horas… Ella seguía escribiendo en su cuaderno: una E apareció pintada de morado al lado de un muro; otra M hecha con trozos de tela rosa colgaba de un arbusto; otra E naranja; una N azul sobre el techo de un coche negro que dejaron atrás; una T marrón hecha con pedacitos de ramas;  una E turquesa; una S blanca de nubes en el cielo; otra E roja sobre una señal de tráfico; otra T…
Tal vez el viaje estuviese llegando a su final. Podrían haber pasado perfectamente 4 horas desde que se montara en el vagón. Pero el juego no había acabado. Estaba segura. Una vez más anunciaron otra parada. Seguramente sería la sexta vez que se detenían. Miró al suelo del nuevo andén del pueblo perdido en el que estuviera. El amarillo de la U pintada en el suelo sumó letras a su tarea, aunque había sido complicada verla no fue pasada por alto.
De nuevo sintió moverse. Y la vio. Otra M naranja; una I negra; una S azul; otra M rosa; una A verde. El tren seguía y seguía. Ella no paraba de buscar más señales, más letras, más signos. De repente cayó en la cuenta al mirar la libreta. El enigma ya estaba resuelto y aún no era consciente. Se le apareció ante sus ojos. Sonrió satisfecha. Tal vez hubiese más, pudiera ser que el mensaje fuese más largo pero ella ya tenía suficiente con lo que había encontrado. Se anunciaba otra parada y sintió el impulso de bajarse. Recogió su desnuda bolsa de equipaje y se acercó a la puerta. El tren paró. Ella volvió a mirar la libreta. Bajó de un salto al andén y se quedó parada allí, de espaldas a la locomotora. Sonó el pitido, se cerraron las puertas. Se giró. Pasaron todos los vagones frente a ella. El último coche y la velocidad con la que pisaba las vías la devolvió un poco a la realidad. Miró a su izquierda y lo vio.
El chico misterioso había bajado del último vagón también en esa parada. Se observaron de lejos, sonrieron, se acercaron, se presentaron, se conocieron, se tomaron un café.
- Tenías razón – le dijo ella. - ¿Sobre qué? – preguntó intrigado. – Me dijiste que sólo yo decidía quién me podría hacer daño – (el chico la observaba en silencio). Me monté en este tren porque estaba perdida, muy perdida. Tenía la necesidad de escapar porque todo me daba miedo. No me sentía segura de nada, estaba indecisa, rodeada de incertidumbre, asfixiada. Pero acabo de descifrar el jeroglífico que, sin duda, creo que es el mensaje más valioso de la vida. Lo anoté en un papel que fui completando con letras que fueron apareciendo de la nada en estas horas de trayecto – Él sonrió. Le pidió la libreta que estaba abierta sobre la mesa, la giró y leyó lo que había escrito: SIMPLEMENTE SÉ TÚ MISMA.



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