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Me quedé sentada, inmóvil, bloqueada. Me descubrí siguiendo el camino que hacía una de tus lágrimas. Reprimí el deseo de abrazarte. Ni yo era yo ni tú parecías ser tú. Te escondías mientras recitabas una poesía, mientras recordabas otras sensaciones con nostalgia… cualquier tiempo pasado era mejor para ti. Capítulos de tu vida fueron muriendo en la comisura de tus labios. Cada gota exprimía un mal trago y ponía distancia entre ambos. Así, en el ensordecedor bullicio de la nada, se fue instaurando la dictadura de tu realidad.
Ni principio ni fin. Rechazaste mi mano. Te quedaste a oscuras. Renunciaste al color porque una vez lo viste brillar y te cegó. Clavaste tus ojos en los míos y tu indiferencia congeló mis sentidos. No necesitábamos más palabras, las ya pronunciadas aún rebotaban en las paredes. Te difuminaste. Volví a arroparme en el silencio y a defenderme de tus fantasmas con la pueril luz de una vela. Medité. Miles de preguntas me advertían de que no conseguiría descansar esa noche. También se evaporaron. Sólo quedó el miedo. El temor de no haber podido leer y comprender la historia que contaba la lágrima que esquivó tus labios, la que cayó en mi mano, la que absorbió mi piel.
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